Cada año ocurre un milagro moderno: el anuncio del Nobel de Literatura. Días antes Twitter se llena de una serie de nombres que siempre aparecen como posibles ganadores del premio. Las casas de apuestas comienzan a moverse
Hasta que un día de octubre la Academia sueca madruga a anunciar la ganadora o el ganador del Nobel y comienza el fenómeno casi cósmico: Nadie mencionaba a László Krasznahorkai, pero hoy ya hay quienes lo llaman “mi autor favorito”. Es como si el algoritmo tuviera un interruptor literario: al hacer clic el planeta entero se acuerda de un escritor húngaro que nadie sabía pronunciar hace 24 horas. No es burla —o quizá sí, pero con cariño— es fascinación pura. Porque lo que pasa con el Nobel es lo mismo que pasa con los aviones en el cielo: no miramos el cielo todos los días, pero cuando las turbinas suenan, levantamos la cabeza. Y por un momento, aunque sea breve, todos hablamos de libros.
Hay algo hermoso en eso, aunque también un poco triste. La literatura se vuelve noticia por un día, trending topic por unas horas, y luego vuelve a su ritmo natural: lento, silencioso, fuera de calendario. Pero durante ese instante, los lectores sentimos que el mundo se detiene un segundo para escuchar una voz. Reconozco el ciclo: la literatura tiene sus propios relojes, y casi nunca coinciden con los del mundo. Krasznahorkai lleva décadas escribiendo sobre la espera y el caos, y justo por eso ahora parece tan necesario leerlo.
Tal vez lo que en realidad nos gusta del Nobel no es el premio, sino el gesto: ese recordatorio de que todavía hay escritores vivos escribiendo cosas que importan. Que detrás del ruido y las pantallas, alguien está tejiendo frases que tardan años en madurar. Nadie llega tarde a la literatura. Solo se llega en el momento exacto en que estaba listo para leerla. Lo urgente pasa, lo Nobel caduca, pero las páginas quedan ahí. Este año todos conocen Krasznahorkai, qué bueno. Ojalá el fenómeno dure un poco más. Ojalá las estanterías sigan temblando, las librerías se llenen, y el mundo vuelva a mirar hacia donde siempre debió mirar: hacia las palabras que nos explican mientras todo se derrumba.